Un buen día, Javier dejó de intermitir.
Fue bien de mañana. Al despertar tardó en darse cuenta de la anomalía, y por eso nunca supo el momento exacto en que ocurrió. Quizás —supuso luego— mientras dormía.
Lo acostumbrado —para él— era que no hubiera nadie allí para decirle buenos días. Pero ese no era un día como cualquiera. Fue a la tercera o cuarta vez que el otro cuerpo apareció al lado suyo, que comenzó a despabilarse y a notar que algo no andaba bien. Un tipo voluminoso, a quien jamás había visto en su vida, aparecía pegado a su espalda, se esfumaba y reaparecía un segundo después en la misma posición. Nada de eso era raro en sí mismo, excepto por el hecho de que él estaba allí para verlo, cuando lo que debería haber pasado era simple: él desaparecer cada vez que se asomaba el otro, y mostrarse cuando el otro se iba. Así había ocurrido desde su nacimiento. Tal era el principio de intermitencia que regía al mundo.
Javier nunca había visto a su contracuerpo. Hasta donde él sabía, ningún par veía a un impar en toda su vida. Se quedó mirándolo, cada vez que aparecía en su cama, aún estirado y relajado por el sueño. Cuando el peso intermitente del otro cuerpo se volvió molesto, aprovechó su segundo de ausencia para salir de la cama.
Se movió demasiado lento. El otro apareció encima suyo antes de que pudiera sacar el pie. Javier tiró con fuerza para liberarlo. El movimiento furtivo despertó al hombre.
—¿Qué car...? —dijo. Y desapareció.
Javier terminó de levantarse.
—¿...ajo está pasando...? —dijo el hombre. Y desapareció.
Javier se puso las pantuflas.
—¿...acá? ¿Quién...?
Javier agarró su bata y empezó a ponerse las mangas. El hombre reapareció a la
mitad de la maniobra: —¿...carajo sos vos?
—Soy Javier Carli —dijo, el otro ya no estaba—. ¡Soy Javier, tu par! —gritó, apurado, cuando volvió a aparecer, el otro también habló, sin escucharlo.
La siguiente aparición, los dos se quedaron escuchando, sin hablar. El impar desapareció y reapareció un segundo después:
—¡Soy Javier...!
—¿Quién caraj...?
Y desapareció.
Javier se cansó de la conversación psicótica, igual de frustrante que un chat. El hombre aparecía y desaparecía, puro parpadeo alucinatorio. Para él no existía retraso —su propia presencia era continua—, pero Javier imaginó que también debía ser inquietante verlo sus saltos estroboscópicos por el dormitorio.
Era evidente que nunca podrían entenderse en una charla. Javier no era tan paciente. Además, el impar terminaría por darse cuenta. No hacía falta ser adivino para entender qué pasaba.
Agarró un papel y anotó:
“Soy Javier, tu contracuerpo. Dejé de intermitir. No sé qué pasa.”
Apoyó la nota sobre la mesa de luz que compartían. El impar había aparecido dos
o tres veces, estaba incorporándose. Para cuando Javier llegó a la puerta, la mano no había llegado aún hasta la nota. La sensación para el tipo sería que se movía —de a saltos— al doble de velocidad. La realidad, que tenía el doble de tiempo para moverse.
Se quedó un instante mirando la habitación pequeña, la cama, las dos sillas, la televisión y el teléfono. En medio de aquellos puntos fijos, las demás cosas, sábanas, cortinas, cuadros, lámparas, todo fluctuaba, cambiaba de forma y color a cada segundo. Junto a esas cosas también aparecían un ventilador y un libro sobre la mesa de luz.
La cama y el colchón del impar eran del mismo alto que el suyo, legislación del Ministerio de Intermitencia. Por suerte, al otro le gustaba dormir del otro lado de la cama.
¿Y si hubiese aparecido del mismo lado? ¿Sus cuerpos se hubieran fundido en un amasijo de carne y órganos? ¿O se hubieran rechazado, como polos iguales de un imán?
Se miró. ¿Por qué seguía vestido? ¿La ropa acompañaba el ritmo de fluctuaciones? ¿Por qué no quedaba desnudo durante el segundo impar? ¿Era porque estaba pegada al cuerpo?
El otro llegó hasta la nota. No iba a esperar a que la leyera. Cuando volvió a desaparecer, Javier salió al pasillo.
Se dio cuenta que no sabía ni el nombre del tipo.
De hecho, era obvio que no conociera a nadie impar. La de la puerta enfrente, la loca de los gatos, se llamaba Berta, en cualquier momento saldría para preguntar, para averiguar, para estar al tanto de todo. La puerta permaneció cerrada, y no pudo recordar, de las dos que veía de manera intermitente, cuál era la de ella. ¿La de color marfil o la de rosa pálido percudido por el tiempo? No lo recordaba.
Era extraño eso, que supiera quiénes eran sus vecinos y no quién compartía su cama, su habitación, apenas a un segundo de distancia. Nunca se lo había preguntado. Hasta ese día, no había existido para él.
En la puerta del ascensor había pocos indicios de los dos mundos. El River capo grabado en la reja era reemplazado por Naty te amo. Las firmas del control técnico también eran distintas. ¿Qué sentido tenía controlar el ascensor con un segundo de diferencia? Como si los impares no confiaran en el control par. Y viceversa. ¿O serían dos ascensores distintos? Sabía tan poco del mundo en que vivía, de cómo funcionaba. Recién ahora, que había dejado de hacerlo, se hacía todas esas preguntas obvias.
Iba a abrir la puerta para subir y dudó. Estaba claro que conocía muy poco de las reglas de intermitencia. Sabía que los edificios ⎯las grandes estructuras⎯ eran puntos fijos, amarrados, permanecían estables, eran iguales en ambos mundos. Cuestión de masa o algo así. Eran previos a la escisión. O los habían construido al mismo tiempo, con planos exactos al milímetro. Pero... ¿incluía eso al ascensor? No
parecía lógico, no podían tener el mismo movimiento en ambos mundos. ¿Y si subía a uno y al segundo quedaba parado en el aire?
Bajó por las escaleras. En planta baja, Antonio, el portero, sentado tras su escritorio de costumbre, era reemplazado a cada parpadeo por una mujer de rasgos guaraníes. Ambos lo saludaron, la mujer con una leve duda pintada en sus ojos. Ella lo estaría viendo avanzar de a saltos, no le iba a costar entender lo que pasaba.
Las cerraduras de la puerta del edificio eran distintas. La llave entró y quedó estática. Javier esperó a que los rododendros del cantero del hall se transformaran en malvones de flor naranja para girar el tambor y salir.
La calle era un manicomio de gente apareciendo y desapareciendo. Si en su departamento los cambios habían seguido un patrón lógico, de uno a uno ⎯el impar y él, la paraguaya y Antonio⎯, aquí las personas eran tantas, aparecían en lugares tan disímiles, que era imposible fijar la vista en alguien. Los autos que esperaban en el semáforo alternaban de manera ordenada, el mayor sobresalto era un colectivo, que pasaba a ocupar el lugar de tres autos, y una moto que estaba y no estaba, aprovechando los intersticios entre dos vehículos. En la mano de la avenida que avanzaba, el caos era terrible, coches que aparecían y desaparecían y avanzaban a los saltos, como en una antigua película desfasada. Un silbato de policía arrancó, se interrumpió y volvió, dos veces.
Javier se sentía ajeno al caos. Ajeno al mundo. A los dos. No había accedido al mundo impar: se había quedado afuera del suyo.
Y no sabía por qué. Ni cómo regresar.
Igual que todos en aquella era de magia tecnológica, Javier conocía tanto de la escisión de los mundos como de por qué un motor se encendía al apretar un botón. Sólo sabía —como todos— que la razón, el origen de la intermitencia, había sido la superpoblación. Con una sola medida de gobierno, la cantidad de gente que vivía junta en el mundo se había reducido a la mitad. Hasta el hacinamiento de los cementerios se había solucionado. La gente nacía y moría par. O impar. Y la pertenencia a cada mundo era cuestión de legado.
Caminó, encerrado en su cabeza. El mundo parpadeaba a su alrededor. Cada tanto tropezaba con un transeúnte que aparecía en su camino. La intermitencia hacía fútiles sus disculpas, pero a la vez lo alejaba de los insultos.
¿Por qué le pasaba todo eso? ¿Era algo que había hecho? ¿Algo que había dejado de hacer? Su vida era bastante intermitente, en el sentido de lo irregular. Le costaba mantener un trabajo. Había cambiado de carrera tres veces en cinco años.
No, era estúpido asignarle causalidad a nada de eso. Como pensar en la efectividad de las cábalas.
De pronto, los gritos y voces tajeados, la locura de los cuerpos y objetos, apareciendo y desapareciendo alrededor, encima suyo, fue demasiada, gritó él también y se puso a correr, y fue tan inútil como querer alejarse de una lluvia torrencial. Los golpes se volvieron más frecuentes, personas que emergían justo delante o se desplazaban, una pequeña explosión los apartaba al ocupar el mismo lugar por un instante. Eran topetazos a medias, gente que comenzaba a caer y desaparecía. El dolor también quedaba atrás, lo único que él y los demás compartían. Como si el mundo entero fluctuara, como si se apagara y se encendiera en lugar de intermitir de par a impar, y lo único real —lo único sólido— fueran esos golpes, el momento en que sus cuerpos entraban en contacto.
Un auto en movimiento surgió de la nada y Javier rebotó contra la puerta, cayó de culo en el cordón de la vereda. Había estado a punto de cruzar la calle en rojo. Volvió a aparecer el auto, acompañado por gritos y un anular extendido por la ventanilla. Javier se paró y se dio vuelta, agitado, aunque para dejar de ver el auto y el conductor exasperado no tuvo más que esperar un segundo.
Doblado, con las manos apoyadas en las rodillas, intentó recuperar el aire y la cordura. Lo que estaba haciendo era ridículo. Los dos mundos eran reales. Él era real. Y si un auto lo pisaba, estaría muerto en los dos mundos. O en uno solo, ¿qué importaba? La muerte simplificaría todo, pero no como él quería.
¿Por qué fallaba la intermitencia? ¿Dónde podía buscar una solución? La idea de llamar a un service, cómo si fuera un televisor descompuesto, le hizo gracia. Ese segundo de calma le hizo pensar en lo obvio: el Ministerio de Intermitencia.
Se incorporó. El Ministerio quedaba a tres cuadras, en la plaza central, frente a la Catedral de la Santísima Paridad y al Banco Binacional. Y no debía servir sólo para regular las construcciones. Sus oficiales controlarían que todo funcionara. Ellos tenían que saber qué le pasaba. Ellos podrían arreglarlo.
Iba a cruzar la calle y otro auto frenó delante suyo. Dejó pasar un segundo para que esfumara y poder cruzar.
No ocurrió. Las puertas se abrieron y bajaron dos hombres, que fijaron la mirada en Javier. Ellos tampoco intermitían. Eran tan sólidos como el auto. Como el miedo de Javier.
Agentes del Ministerio.
Un segundo antes había pensado ir a buscarlos. Al tenerlos enfrente, exentos de la lógica del mundo ⎯como él⎯, como si se saltaran las reglas de coexistencia, le entró el pánico.
Retrocedió, tropezó con un perro que se materializó detrás suyo y, aterrado porque la ventaja de velocidad había desaparecido, se levantó para correr y fue un chico en bicicleta el que se cruzó. Javier le cayó encima, al golpear el piso estaba solo. El chico y la bici aparecieron encima suyo, impidiéndole levantarse.
Un par de manos firmes lo liberaron del peso y lo retuvieron. Sintió un pinchazo en el cuello, un ardor que se expandió del pinchazo al resto del cuerpo, y entonces sintió que se desvanecía del mundo.
Por fin fue su último pensamiento.
Despertó, todavía aturdido por lo que fuera que le habían inyectado, en el piso de una habitación, techo alto y paredes blancas. Dos sillas por todo mobiliario. Supuso que estaba en el Ministerio de Intermitencia. Usó el respaldo de una silla para incorporarse, no se sentó. Un tubo de neón iluminaba el lugar con sus últimos estertores. Una mosca revoloteaba cerca del techo. Javier siguió su vuelo con la mirada. El juego de luz y sombra del tubo, su parpadeo rítmico, creaba una ilusión
de intermitencia, de que la mosca aparecía y desaparecía. Eso lo intranquilizó más. Había supuesto que en el Ministerio la cosa sería distinta.
Una de las paredes estaba cubierta por un espejo enorme. Cuando la luz parpadeaba, creía adivinar sombras del otro lado del espejo. Figuras humanas. Personas que observaban. Evaluaban. Se preguntó qué. ¿Qué sentido tenía su presencia ahí, si no iban a ayudarlo? ¿Era un caso de estudio, una rata de laboratorio? Encaró el espejo, furioso, y en ese momento el tubo de luz se apagó. La habitación quedó a oscuras. Una negrura densa y completa. Extendió la mano, localizó el espejo y apoyó la frente. Quería ver si había algo de luz del otro lado, que le permitiera descubrir los que se escondían detrás.
Las paredes se iluminaron desde adentro y lo cegaron. Cuando los ojos volvieron a acostumbrarse a la luz, se acercó para mirar y tocar. Cada pared era una pantalla que simulaba la textura de una pared. Cuatro paredes distintas. Que intermitían. Un momento eran marrones, un segundo después de color azul, un azul violáceo tan intenso que dolía a la vista. Y volvían al marrón. Un sonido agudo, una especie de pitido, marcaba el momento en que los colores alternaban, acentuaba la intermitencia.
Javier empezó a marearse. Giraba, buscando un lugar donde anclar la vista. El espejo reflejaba las paredes cambiantes. El techo acompañaba los cambios con luces. Y las paredes comenzaron a incorporar elementos a la intermitencia. Un cuadro primero. Un adorno. Un aplique de luz. Una cabeza tallada en madera. Titilaban tan de prisa que le costaba definir en qué habitación estaba, si en la marrón o la azul...
Se sentía dentro de un sueño ajeno, una pesadilla lisérgica, el mundo parpadeaba a su alrededor como un espejismo fallido, acompañado de flashes de sonidos, luces y olores que no podían tocarlo ni afectarlo.
Una puerta apareció de la nada, en la pared azul. En la marrón desapareció. Otra se dibujó en la pared marrón y estaba ausente en la azul. De a poco se sumaron otras puertas, todas intermitentes, todas iban y venían, excepto una, la descubrió cerca de la esquina de una de las paredes. Javier se tambaleó hacia allá, imaginó que la puerta estaba cerrada, la embistió con todo el peso de su desesperación...
La puerta cedió. Javier se sostuvo de la manija para no caer.
Estaba en un pasillo despojado, sin adornos ni cuadros. Una pareja lo pasó de largo, sin prestarle demasiada atención. Nada parpadeaba ni desaparecía. La luz era constante. Personas y objetos lo acompañaban de manera constante. Javier cerró los ojos y recuperó la respiración normal. Poco a poco, la sensación de pánico fue remitiendo.
No se engañó. Sabía que estaba en el Ministerio. Dentro del edificio, el flujo normal de la existencia podía parecer restablecido, pero al salir, todo seguiría igual.
Por el techo alto se notaba que era un edificio antiguo, anterior a la división, aunque lo que derrochaba en espacio se ahorraba en decoración.
Apenas un par de metros más allá, por el mismo pasillo, se abrió otra puerta. Dos hombres, uno canoso y de bigote, el otro joven y de pelo escaso. Supo que eran los que miraban detrás del espejo.
—Señor Carli —se acercaron para estrechar su mano.
Javier dudó, pero no había amenaza en el gesto. Extendió su mano, y el apretón firme fue un bálsamo para sus sentidos. Un ancla.
—¿Se siente mareado? —preguntó el canoso.
—Un poco... sí... estoy mejor.
—Está en problemas, ¿verdad?
—¿Hay algo más? ¿Además de que no intermito?
Se miraron entre sí. A Javier le pareció que se sonreían con la mirada. Pero no decían nada. Insistió:
—¿Cómo se dieron cuenta? ¿Cómo me encontraron?
—Saberlo es nuestra tarea. Cuando un cuerpo se sale de fase, crea un efecto dominó, algo que no pasa inadvertido. Es como una piedra en un lago. Seguimos las ondas hasta el centro y podemos encontrar la causa. Usted, en este caso.
—No entiendo. ¿Qué pasó?
—Algo llamado inercia circunstancial. Es un fenómeno relacionado con la infrecuencia de los números primos y... —el canoso parecía decidido a embarcarse en una larga explicación, pero se arrepintió a medio camino—: En fin, un montón de teoría que no tendría sentido para usted.
Javier miró al otro, al joven, a ver si tenía más suerte.
—¿Saben qué hacer para que vuelva a la normalidad? ¿A la intermitencia?
—Lo intentamos... —dijo el joven, señalando con un gesto la habitación de la que acababa de salir—, lo estimulamos de manera liminal y subliminal. Pero es evidente que ya se salió de fase por completo.
Javier lo miró sin entender. Pensó que había escuchado mal. Abrió la boca y no salió ningún sonido.
El canoso miró a su compañero, como si le reprochara la falta de tacto. Lo que dijo él fue incluso más despiadado:
—Lo que queremos decir es que nunca va a volver a intermitir. Lo de allí dentro fue un test. Necesitábamos estar seguros de que no habría vuelta atrás más adelante.
El miedo en la cara de Javier fue visible, una lengua fría y pegajosa lamiéndole la espalda desde la base hasta la nuca.
—¿Así de simple? ¿No voy a intermitir nunca más?
—Así es. A veces pasa...
—¿Entonces? ¿Qué me va a pasar? ¡Es una locura! ¡Casi muero tres veces en una mañana! ¿Cómo voy a sobrevivir el resto de mi vida?
El canoso le respondió:
—Aprendiéndose bien las reglas —dijo y le tendió un libro grueso—. Teniendo mucho cuidado...
—Lo mismo que hacemos nosotros, todos los días —dijo el más joven, con una sonrisa— Bienvenido.
—¿Qué...? —empezó a preguntar Javier, no entendía.
Hasta que entendió.
(cuento ganador del 1er Premio Karel Capek - Encuentro Cercano 2024)
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